Opinión: «El pan de los hijos que no tendré» por Manuel Guedán Vidal

Hace poco leí No tan incendiario, de Marta Sanz. Se trata de un breve ensayo sobre el lugar que ocupa la literatura en la sociedad actual y las distintas tensiones que establece con los lectores, los medios de comunicación, las redes sociales, los autores, el dinero, etcétera. El libro funciona como un encadenamiento de pop ups antes que en scroll, desvelando entramados de calado ideológico donde la cotidianidad solo deja ver vínculos naturales. Un ensayo generoso que entre sus virtudes cuenta con la de señalar que el lector no es un cliente y que, por lo tanto, no siempre tiene la razón.

Aclaro esto para pedir perdón por el acto cainita, digno de la ociosidad de Javier Marías, de sacar la lupa y detenerme en una frase hecha: “El escritor no es un minero y no se le permite hablar en términos de trabajo y de salario. Será que la escritura no es un oficio, sino un don de Dios. Será que los escritores caminan sobre las aguas y mastican éter. Será que los escritores para pagar la hipoteca se deben buscar un trabajo decente: profesor de instituto, camarero o tornero fresador” (36). Pagar la hipoteca, dice Marta Sanz. Podría haber sido cualquier otra expresión: los escritores tienen que pagar los recibos de la luz, tienen que comer, tienen que velar por el pan de sus hijos. Este tipo de frases están llamadas a despertar la empatía y compasión del oyente y para ello apelan al núcleo duro de la dignidad: lo esencial, lo que no perturbaría al asceta, lo que cabe dentro del hábito del monje. Muy distinto sonaría si dijéramos que algunos escritores quieren una casa más grande, tienen que renovar su smartphone y pagar las copas que se toman y los bollos de sus hijos. Esto reduce sensiblemente la comunidad que se designa, pero no nos engañemos: comer bollos, tomar copas y tener smartphone es algo que hace quien más y quien menos.

Lo que sucede si aplicamos estas sustituciones es que el imaginario que se construye no es el del obrero austero, sino el del burgués holgado, aunque nada tenga que ver. Se desplazaría el eje de los valores espartanos y la moral calvinista al terreno del hedonismo, sospechoso de ser frívolo y prescindible. Es lógico que cuando se trata de defender lo innegociable, se acuda a las necesidades básicas y no a los placeres, pero de algún modo siento que cuando realizamos esa operación retórica, nos estamos dejando marcar la agenda y contribuimos a excluir el goce de nuestras legítimas aspiraciones (y no digo derechos, porque dicha asignación requiere de un consenso que no me apetece mendigar).

En ese repliegue verbal sobre el rincón menos áspero de la frase hecha se cifra la misma derrota que en el discurso de quien pide dinero por la calle y se ve apremiado a justificar que cualquier capital que recaude irá destinado a comprar comida: barata, sin salsas, sin sabor, sin extra de queso. Los oropeles para quien los merece. Encuentro razonable que cada individuo dé o no dinero en función de sus creencias, su ideología o sus posibilidades, pero sinceramente, prefiero a los que lo dan de manera desordenada, según lo que lleven encima, la simpatía que les despierte el sujeto en cuestión o cualquier motivo peregrino. Y cuanto más peregrino, mejor, pues es precisamente lo aleatorio e inargumentado de su proceder lo que hará que se sientan menos dueños de un discurso, menos dueños del destino de su dinero y, sobre todo, menos dueños de la persona que creen haber comprado. Lo contrario, tristemente, es lo más común: gente empeñada en que el otro se coma su dinero, en lugar de que lo despilfarre; como si la supervivencia austera y dilatada fuera un proyecto más noble que cualquier otro. En la humildad, sumisión y renuncia del reclamo estamos perdiendo ya unos metros decisivos.

Después de comer, y de pagar los recibos de la luz, el otro gran argumento que excita consensos es, claro, los hijos; el perfecto suplemento de dignidad, como los define Angélica Liddell en El síndrome de Wendy. No hay más que atender a lo defendible y escuchable de “Yo por mis niños, mato”, frente a la impronunciabilidad de “Yo por mí, mato”. Y lo fácil que es eximir a toda aquella gente que en las reivindicaciones laborales colectivas excusa su baja porque con el pan de los hijos no se juega, como si tenerlos hubiera sido una decisión ajena a las implicaciones éticas y políticas de hacerlo. No juzgo aquí las decisiones que se toman, sino el lugar común y la pereza moral de las argumentaciones tasadas a la baja que, a la larga, derivan en relaciones de poder: la de una dignidad capitalista y conservadora, inspirada en el trabajo y la familia.

Y a mí, estéril vocacional, gandul frustrado, no me queda más que, emulando al Víctor Manuel que se preguntaba a dónde van los besos que no damos, preguntarme a dónde irá el pan de los hijos que no tendré, a dónde va mi legitimidad desaprovechada o, dicho de otro modo: qué emprendedor está cebando a sus hijos con mi dignidad nonata. Manuel Guedán Vidal.

Manuel Guedán Vidal (Madrid, 1985) es crítico, editor y profesor de literatura. Ha publicado el ensayo Yo dormí con un Fantasma. El espectro de Manuel Puig.

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