Opinión: «¡Soltad a los perros!: épica y literatura», por Juan Gracia Armendáriz

Los hombres se cansan antes de dormir, de amar, de cantar y bailar que de hacer la guerra. 

Homero

Quienes nos criamos en la década de los setenta heredamos una mitología de centauros. El wéstern y su estética polvorienta se nos pegaron en la retina. Gregorio Doval ha descrito la historia de los pistoleros, cowboys, pioneros e indígenas, y ahora sabemos que los famosos duelos cara cara fueron una excepción. Apenas se han documentado seis durante el último tercio del XIX, época dorada de los dandis “matahombres” del Oeste, como Wild Bill Hickok. Los duelos eran ejecuciones realizadas con un tiro en la nuca, como el que recibió Jesse James a manos de Bob Ford; balazos disparados desde la oscuridad -así los tres que recibió Billy el Niño de Pat Garret-, o simples matanzas que duraban treinta segundos, como la perpetrada por los hermanos Earp, dos ayudantes y el dentista, tahúr y pistolero tísico Doc Holliday. El célebre duelo de O.K. Corral fue una pelea de callejón que las gacetillas de la época elevaron a categoría de mito popular. Los propios pistoleros se encargaban de que los periódicos dieran cuenta de sus hazañas e incluso enmendaban errores a los periodistas. Este proceso de mitificación prosiguió en el siglo XX en el cine y la música. El cantautor folk Pete Seeger cantó las andanzas de Jesse James, asaltador de trenes y asesino a sueldo, como si de un Robin Hood se tratase. Aquellos hombres –y algunas mujeres, como Calamity Jane-, eran consumidores de bebedizos que tumbarían a un punk moscovita. De modo bastante fiel, John Ford se acercó a la realidad de sus abuelos en El hombre que mató a Liberty Valance y cerró el círculo Clint Eastwood con Sin perdón. La épica es la estilización de una carnicería.

Fotograma perteneciente a El hombre que mató a Liberty Valance

Fotograma perteneciente a El hombre que mató a Liberty Valance

Desde la batalla de Covadonga, -apenas una escaramuza a pedradas-, nos quedó el Cid Campeador, elevado a mito literario (y político) desde su categoría de mercenario. Ramón J. Sender siguió la estela de la estilización literaria de Billy El Niño, así como la de aventura equinocial de Lope de Aguirre, un psicópata a la altura de Pedrarias Dávila, conquistador abulense y pelirrojo apodado “La ira de Dios”, de quien Herzog tomó prestado el sobrenombre para su famosa película protagonizada por el no menos demente Klaus Kinski.

 Los héroes son carne que colma la necesidad de sublimar la guerra. No podemos entenderla porque es humana, demasiado humana… Y demasiado normal. Si eligiéramos cualquier periodo de un centenar de años de los últimos cinco mil, obtendríamos que noventa y cuatro están ocupados por conflictos a gran escala en cualquier parte del mundo. Los telediarios son secuencias de una Illíada sin versos, quizá por ello Susang Sontag creía que la guerra se resiste al raciocinio. En el ensayo Un terrible amor por la guerra, James Hillman no pasa por alto las causas de orden económico y político que las originan, pero da un paso más allá de unas explicaciones tranquilizadoras que iluminan sólo una parte de esa compulsión recurrente y fascinadora. Así, Ulises le recuerda a su hijo el poder magnético de las armas: “pues es el hierro el que, por su propia fuerza, influye en el hombre y lo atrae”. La propia Hanna Arendt sostuvo que la violencia depende esencialmente de sus instrumentos, de modo que el arma establece la condición original del hombre hobbesiano. Hoy los nuevos dioses se llaman Kalashnivov, Uzi o M-16.

Hay que recordar el efecto que produce la guerra en algunos escritores. En El tiempo recobrado, Proust admiraba la llegada de los zepelines alemanes a París, que comparaba con valquirias, mientras tronaba música de Wagner (esto me suena) en un “espectáculo” pirotécnico de aviones derribados y ardientes globos de helio. Tres hombres de acción: Ernest Jünger, Hemingway y George Orwell sucumbieron en mayor o menor medida ante esta parálisis que causa esa “belleza negativa”, por así decir. Pero lo cierto es que la literatura bélica es, en su mayor parte, antibelicista, puesto que el carácter agonal y lúdico que Johan Huizinga atribuye a los combates reglados carece de sentido en la guerra moderna, donde la población civil es el auténtico objetivo. Nuestros simulacros eran las batallas con tirachinas y ahora son los videojuegos.

Más allá de la sangre pixelada, los escritores han logrado narrar aquello que por su naturaleza informe se resiste al sentido.

La literatura occidental nace con una epopeya bélica, pero si atendemos a la tesis que defiende Caroline Alexander en La guerra que mató a Aquiles, la Illíada es menos una sublimación de la destrucción que una muestra explícita del horror. Escuchemos a Aquiles dirigirse a su comandante Agamenón: “Yo, por mi parte, no vine aquí por causa de los lanceros troyanos, a luchar contra ellos, porque a mí ellos no me han hecho nada./No me han robado nunca ganado o caballos,/ nunca en Ftía, tierra de suelo generoso y grandes hombres,/ me destruyeron la cosecha, que hay mucha distancia entre nosotros,/pues nos separan las oscuras montañas y el resonante mar;/vinimos, oh gran desvergonzado, por tu causa, por hacerte un favor.” Sus palabras son más propias de un soldado desengañado de las guerras modernas que de un combatiente heredero de los códigos de una sociedad heroica. Podría haberlas pronunciado Kirk Douglas en Senderos de gloria o el sargento Welsh en La delgada línea roja. A veces, la textura formal de una novela bélica es heladora. Así ocurre en la crónica de Gustave Hasford La chaqueta metálica, cuyo estilo atérmico adaptó al cine Stanley Kubrick. Más próxima es Las cosas que llevaban los hombres que lucharon de Tim O’Brian o la ficcionalización de la experiencia en Irak que Kevin Powers narró en Los pájaros amarillos. El gran Norman Mailer ya había señalado el camino con Los desnudos y Los muertos. El Diario de la guerra civil, que Walt Whitman escribió después de recorrer en calidad de sanador espiritual gran parte de los campos de batalla de la Guerra de la Secesión -donde murieron más norteamericanos que en todas las guerras en las que ha participado ese país-, son el canto desgarrado del viejo poeta recogiendo sus ensangrentadas hojas de hierba.

Al igual que sucedió con el wéstern, existe una infraliteratura bélica que trata de reconstruir con torpeza digna de mejor causa la figura del héroe. Así, El francotirador, de Chris Khale, es un burdo testimonio que hace buena su adaptación cinematográfica, o la pésima biografía de Jack McNiece, Los trece malditos bastardos, en que se narran las experiencias del paracaidista de origen Choctaw que saltó sobre Normandía con el pelo cortado al estilo mohicano y la cara pintada. En internet se puede adquirir un muñeco articulado del héroe con el pelo a lo taxi driver. Es la guerra hecha bibelot. O macabra estilización, como la brutal propaganda del Estado Islámico, filmada con calidad de anuncio de Coca-Cola. Seguimos esperando a los bárbaros que llevamos dentro.

Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es escritor y periodista. Es autor, entre otras obras, de La pecera, Diario del hombre pálido y Piel roja. 

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